Muchas veces nos preguntamos qué es aquello que diferencia a los equipos que logran altos niveles de performance, de otros que no alcanzan la misma excelencia en la consecución de sus metas o en el “cómo” llegan a ellas. Cuál es el ingrediente principal, la fórmula mágica, que los convierte en un equipo capaz de alcanzar resultados que destacan y que por ello tienen impacto en la organización de la que forman parte.
Podríamos comenzar pensando que esto tiene que ver con las competencias individuales de sus miembros, con las habilidades y capacidades que cada uno de los integrantes de ese equipo trae consigo. Sin embargo, basta mirar algunos ejemplos, donde nos damos cuenta de que ello pareciera no ser del todo suficiente para responder a nuestra inquietud. Si pensamos en la clásica analogía con los deportes, fácilmente puede venirse a nuestra mente el caso de la Selección Argentina de Fútbol, equipo que cuenta con personalidades exitosas, que triunfan en sus clubes en cada temporada, más sin embargo siendo una de las favoritas en cada Mundial, es un hecho que no le ha sido posible hacerse con la copa del mundo desde 1986. Este ejemplo que se repite en otros ámbitos -pensemos en la política, en las empresas- nos muestra cómo las competencias individuales no garantizan la buena performance. Y no sólo eso, sino que a veces en lugar de sumar, restan. No digo con esto que las mismas no sean un activo de los equipos para elevar su performance, pero está claro que ellas por sí mismas no son suficientes. Tener personas altamente preparadas a nivel individual en un equipo puede ser un predictor de la “potencialidad” del mismo para alcanzar el éxito, pero hasta aquí es sólo eso. Hace falta algo más.
Desde ahí que Rafael Echeverría en su libro La Empresa Emergente, nos refiera que la unidad básica en toda organización no son los individuos, sino los equipos. Siguiendo al mismo autor, pareciera que una de las claves para responder a la inquietud con la que iniciamos, podemos encontrarla en la manera en que los miembros de ese equipo se relacionan, en lo que denomina la “conectividad” que existe entre ellos. Aunque no es sencillo observar en dónde aparece la conectividad en la interacción diaria, puede ser útil imaginarla como una suerte de “polinización cruzada”, donde se demuestra la capacidad de influencia mutua que existe entre los miembros del equipo. Así en los momentos de interacción, como en las reuniones por ejemplo, podemos ver como la conectividad aparece cuando el punto de vista que sostiene una persona en el equipo se ve modificado o enriquecido por los aportes y miradas de otra persona, y a su vez desde esta nueva mirada, éste es capaz de generar aportes nuevos con los que otros pueden cambiar o enriquecer sus maneras de observar. Y así sucesivamente, hasta que de esas interacciones se construyen nuevos puntos de vista a los problemas o situaciones que enfrentan, donde las miradas individuales se han convertido y fusionado en una gran mirada colectiva del equipo.
Ahora, con esto en juego, ¿cómo es posible desarrollar esa conectividad que en definitiva redunda en mejores desempeños y por lo tanto en un impacto positivo en los resultados de la organización? O, dicho de otro modo, ¿cuál es la competencia clave que hace falta desarrollar para crear la conectividad? Sin lugar a dudas, pocas competencias pueden ser más poderosas para esto que la escucha. La escucha en el sentido más amplio. Una escucha basada no sólo en buscar comprender a otro diferente de mi, sino también con una apertura a trascender esa comprensión para permitir que en cierto punto la mirada del otro me transforme, y desde allí juntos podamos construir una nueva forma de observar que ya no es la nuestra como individuos, sino que pasa a ser la del equipo. Desarrollar la competencia de la escucha va mucho más a profundidad de lo que a veces solemos pensar en una primera aproximación. Y esto es porque a menudo confundimos oír con escuchar, dejando de lado que en la escucha además de percibir con mis sentidos lo que el otro dice, entra en juego la interpretación de sus inquietudes e intenciones. Y es esa interpretación la que nos pone en una brecha con otros, porque al final cada quien interpreta desde sus vivencias, historias, experiencias, las cuales son únicas. Desarrollar la competencia de la escucha es aprender a ser conscientes de esa brecha y tomar las acciones que hagan falta para reducirla al máximo, a sabiendas de que no será posible eliminarla por completo. Sin embargo, los equipos de alto desempeño son los que han aprendido a gestionar esa brecha entre sus miembros, para fomentar una mejor escucha, que -como ya lo mencioné antes- redunda en una mejor conectividad, que a su vez impacta en los resultados del equipo y de la organización.
Por supuesto que el desarrollo de la escucha en un equipo, como en cualquier relación, no deja afuera la necesidad de ser capaces de instalar una emocionalidad que favorezca dicha competencia, la cual sólo puede fomentarse desde un clima que cuide el respeto, que descarte cualquier tipo de invalidación de un otro diferente, donde todos se sientan partícipes y que sus ideas, aunque no siempre sean llevadas a la práctica, sean consideradas importantes. En un equipo que aprendió a escucharse, la riqueza está en la diversidad de sus miembros, en convivir con ella y verla como un activo. De ahí que muchas empresas la coloquen como un valor aspiracional de su gestión.
La escucha, que fomenta la conectividad, es la que además proporciona una identidad compartida y una visión de hacia dónde el equipo está yendo. Esto no quiere decir que a menudo no aparezcan diferencias entre los miembros, pero desde ese respeto mutuo el desafío es ponerlas sobre la mesa y gestionarlas. De nuevo, reducir la brecha.
Sólo cuando las competencias individuales están puestas al servicio de la escucha, es que toman un rol relevante para construir equipos de alto desempeño.